
Sabemos que todo proceso judicial conlleva etapas y procedimientos que requieren tiempo. Sin embargo, es importante reconocer que esa “espera” muchas veces se traduce en meses, incluso años, para que un caso se resuelva y se dicte una sentencia. Esa dilación no es solo un problema de tiempo: es una herida profunda en quienes buscan justicia.
Nuestro sistema judicial enfrenta serias deficiencias: la lentitud procesal, los retrasos en la emisión de sentencias, la sobrecarga de expedientes, la impunidad en casos donde el dinero compra el silencio o la libertad, y la falta de recursos humanos y tecnológicos. Estos no son simples obstáculos administrativos: son síntomas de un sistema que, en lugar de garantizar derechos sobre todo los fundamentales, muchas veces termina prolongando el sufrimiento de las víctimas y reforzando la impunidad.
Uno de los problemas más evidentes es la duración excesiva de los procesos judiciales. Casos penales, civiles y de familia pueden tardar años en resolverse, afectando gravemente a quienes dependen de una decisión justa y oportuna. Esto socava el principio de seguridad jurídica. En muchos tribunales, las audiencias se aplazan por razones tan básicas como la ausencia del juez, la inasistencia injustificada de una de las partes, o fallas en la notificación. ¿Qué mensaje se le está enviando al ciudadano? ¿Cómo es posible que abogados o partes involucradas no comparezcan sin presentar siquiera una excusa? Y cuando se notifica con tiempo y aun así no asisten, ¿quién asume la responsabilidad?
Otro gran problema es la desigualdad en el acceso a la justicia. Las personas con menos recursos muchas veces no cuentan con una defensa adecuada ni con el conocimiento de sus derechos. El acceso a una representación legal digna no debería depender del bolsillo de cada quien, sino ser una garantía básica en un verdadero Estado de Derecho.
También preocupa la percepción de falta de transparencia e independencia en algunos sectores del sistema judicial. Cuando la ciudadanía siente que los fallos pueden estar influenciados por el poder económico o político, la confianza institucional se quiebra. Y sin confianza en la justicia, se tambalea todo el pacto social.
Es urgente una reforma profunda: no solo para modernizar la infraestructura judicial, sino para transformar su cultura institucional. Se necesitan más jueces, mejor preparados, incorruptibles. Se necesitan procesos más ágiles, tecnología eficiente y, sobre todo, voluntad política real para poner a la justicia en el centro del desarrollo y la democracia.
El jurista romano Ulpiano definía la justicia como “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”. Hoy más que nunca, esa voluntad debe ser real. Porque la justicia no puede seguir siendo un privilegio: debe ser un derecho accesible, eficiente y profundamente humano.
Porque donde la justicia se retrasa, el Estado falla.